Discurso de ingreso de Víctor Montoya a la Academia
Boliviana de Literatura Infantil y Juvenil, en un acto realizado en el Espacio
Patiño de la ciudad de La Paz, julio de 2011.
El mundo fantástico de la literatura infantil
Víctor Montoya
Como
todo ser humano, desde que el mundo es mundo, desde la noche de los tiempos, he
vivido atrapado por los mitos, las leyendas y los cuentos provenientes de la
tradición oral; por esas historias que, remontadas en las alas de la
imaginación popular, se han transmitido de generación en generación y de boca
en boca.
Aún
recuerdo que mi abuela, una chola oriunda de una pequeña provincia del norte de
Potosí, haciendo gala de un lenguaje salpicado por vocablos quechuas, me
refería las aleccionadoras aventuras del Atoj Antoño y el Cumpa Conejo;
mientras mi abuelo, un chuquisaqueño de armas llevar, que cató minas con la
intención de convertirse en otro Simón I. Patiño, pero quien después de la
revolución de 1952 y al final de sus años no encontró más que la desilusión y
la pobreza, me introdujo en los estremecedores laberintos de los cuentos de
espanto y aparecidos. Así fue como un día, al notar que no podía conciliar el
sueño por el temor que le tenía a la noche, escuché en sus labios la leyenda
del Tío: “Dicen
que el diablo llegó a las minas una noche de tormenta”, dijo, mientras
afuera el cielo se vaciaba en relámpagos y aguacero. Desde entonces no he
dejado de pensar en la imagen diabólica de ese personaje que habita en los
socavones de Bolivia ni en las consejas mineras que adquirían una dimensión
particular en la mente de mi abuelo, quien, aparte de ser un narrador jocundo y
carismático, era capaz de embelesar a cualquiera con sus historias fantásticas. Sabía
gesticular con emoción y cambiar las inflexiones de la voz, a la vez que los
ojos se le iluminaban como lamparitas de acetileno y las palabras le brotaban
fluidamente, como si todo el tiempo estuviese contando un viejo cuento de magia
y de misterio. Así era mi abuelo, conocedor de la mina y sus secretos; un
hombre de ideas liberales que, tomándome de la mano, me enseñó a conocer el
realismo social y el mudo secreto de los mineros, con quienes compartí y
conviví desde mi infancia. Conozco las necesidades de sus hogares, el drama de
sus luchas y la tragedia de sus vidas, más trágicas todavía cuando se sabe que estos
hombres mueren con los pulmones reventados por la silicosis y a cuatro mil
metros sobre el nivel de la miseria.
Debo
reconocer que, debido a la falta de medios materiales y a la realidad que me
tocó vivir, no tenía la menor idea de la existencia de una literatura infantil,
con libros profusamente ilustrados a todo color y con autores que se dedicaban
a cultivar apasionadamente este género literario, sino hasta cuando salí de
Bolivia, exiliado por una dictadura militar, y fui a dar en el techo del mundo,
sin más equipaje que los recuerdos, porque los agentes del gobierno me sacaron
directamente de la cárcel y me embarcaron en el aeropuerto de El Alto rumbo a
Suecia, un país que, por cierto, me acogió con los brazos abiertos y me enseñó
a valorar el verdadero significado del respeto a los Derechos de los Niños,
haciendo hincapié en que uno de esos derechos es su acceso libre y gratuito a
la literatura.
Cuando
empecé a trabajar en una Biblioteca de Niños en Estocolmo, me quedé
maravillado, por primera vez, ante un cofre literario lleno de joyas destinadas
a los pequeños lectores, pues hasta entonces vivía aferrado a la idea de que
los cuentos infantiles existían sólo en la tradición oral y la memoria
colectiva, y no en los libros impresos con fascinantes ilustraciones que,
además de despertar la sensibilidad estética de los niños, eran varitas mágicas
que estimulaban su fantasía.
Ésta
fue una experiencia magnífica para quien como yo, que cursó la educación
primaria y secundaria en la población minera de Llallagua, estaba acostumbrado
a leer sólo por obligaciónlos cuentos y poemas que, a manera de materiales
auxiliares de lectura, se incluían en los libros de texto; en esos manuales didácticos,
engorrosos y aburridos, cuyo objetivo principal estaba orientado a impartir las
complicadas reglas gramaticales, que a mí, como a la mayoría de los alumnos, me
parecían más complicadas que las operaciones matemáticas.
La
Biblioteca de Niños, contrariamente a lo que relata Jorge Luis Borges en “La
Biblioteca de Babel”, no era la metáfora del universo ni la esfera de Pascal,
cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna; tampoco tenía
galerías hexagonales ni espejos que duplicaban las apariencias.
La
Biblioteca de Niños no era como la “Biblioteca de Babel”, un laberinto caótico
donde se escondía el libro análogo a Dios, que Jorge Luis Borges buscaba
enloquecido entre dialectos pretéritos y remotos, sino un local exento de leyes
divinas, donde los libros eran accesibles a la inteligencia humana y ninguno
estaba escrito en “dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de
árabe clásico”; tampoco existía un libro que fuese la “cifra y el compendio
perfecto de todos los demás”, o un simple laberinto de letras, puesto que
buscar un relato coherente en una sopa de letras es lo mismo que querer
encontrar una aguja en el pajar.
En
la Biblioteca de Niños, nadie necesitaba más tiempo de lo debido para hallar el
libro deseado, pues los anaqueles estaban ordenados en base a un sistema
riguroso de computación, que registraba el nombre del autor, la fecha y el
lugar de edición, el título y elgénero de la obra. En “La Biblioteca de Babel”,
en cambio, todo era impenetrable. Para localizar el libro A, primero se debía
consultar el libro B, y para localizar el libro B, consultar el libro C, y así
sucesivamente.
La
Biblioteca de Niños, donde yo trabajé como si cada día asistiera a un jardín
infantil, era el más concurrido y atractivo de cuanto he conocido; las paredes
lucían imágenes arrancadas de los cuentos de hadas, mientras del techo, tan
alto como puedan imaginarse, pendía un magnífico aerostato, representando “La
vuelta al mundo en 80 días” de Julio Verne, a la vez que el mobiliario estaba
hecho según las recomendaciones pedagógicas de María Montessori. De modo que el
bibliotecario parecía Gulliver en Liliput y la bibliotecaria Alicia en el país
de las maravillas.
Los
niños iban y venían explorando tesoros escondidos en los anaqueles y haciendo
chirriar mesas y sillas. Al detenerse de súbito, con la mirada encendida por la
emoción, alargaban el brazo y tomaban el libro próximo a sus manos. Luego lo
contemplaban de arriba a abajo, de anverso y reverso, y, cuando abrían las
tapas, quedaban absorbidos en un mundo de aventuras y desventuras, apenas oían
las voces de los personajes que poblaban sus sueños.
De
las páginas saltaban, uno a uno, Caperucita y el lobo, Aladino y su lámpara
maravillosa, Cenicienta y su madrastra perversa, Blancanieves y los siete
enanitos, la Bella Durmiente y el príncipe azul que la despierta, la Bella y la
Bestia, Pippi Calzaslargas y Nils Holgersson, quien, montado a horcajadas sobre
el lomo de un ganso, invitaba al lector a un viaje maravilloso a través de
Suecia, para enseñarle la historia, la geografía y las costumbres de este país
escandinavo, donde yo mismo recorrí de sur a norte en compañía de la obra de
Selma Lagerlöf.
La
Biblioteca de Niños, hecho de calor y cariño, me sirvió no sólo para refugiarme
en el reino fantástico de los cuentos infantiles, sino también para reflexionar
que, en el país que me vio nacer, existen todavía quienes viven y mueren sin
aprender a leer ni escribir, y cientos de miles de niños y jóvenes que no
tienen acceso a una sola joya de la literatura infantil y juvenil.
Por lo demás, si “La
Biblioteca de Babel” era el resumen del caos del universo, la Biblioteca de
Niños era un plácido jardín, donde los libros parecían flores y los niños
mariposas.
Así
pues, la biblioteca comunal de Tyresö, donde trabajé a principios de los años
80, me permitió retornar a mi pasado y rescatar al niño que habita dentro de
mí, y a quien, acaso sin saberlo o sin quererlo, lo rechacé durante mucho
tiempo, hasta que volví a repetir:“Desde adentro, desde adentro,/ Desde el
fondo de un abismo,/ Viene corriendo a mi encuentro,/ Un niño que soy yo mismo…”.
Estos versos de Óscar Alfaro es un auténtico “Viaje al pasado”, a esa infancia
que es un tesoro que debemos guardar celosamente y no perderlo nunca, pues ese
niño o niña que habita en nuestro fuero interno, manteniéndose latente y
negándose a morir, se manifiesta de manera espontánea cuando la lógica del
razonamiento adulto es vencida por la fuerza del subconsciente, donde gobierna
ese niño o niña que constituye el cimiento sobre el cual edificamos nuestra
personalidad. No en vano reza el sabio proverbio inglés: “El niño es el
padre del hombre”.
Por
eso mismo, me llaman la atención los versos de añoranza de Pablo Neruda, quien,
con su mirada de infancia, irremediablemente perdida, decía: “…Y a veces
recordamos/ al que vivió en nosotros/ y le pedimos algo, tal vez que nos
recuerde/ que sepa por lo menos que fuimos él,/ que hablamos con su lengua,/
pero desde las horas consumidas/ aquél nos mira y no nos reconoce…”. Es
decir, “El niño perdido” de Pablo Neruda, además de causarme
angustia, me provoca una rara sensación de algo que no quisiera experimentar en
carne propia, pues lo que yo quiero, sin vacilar un solo instante, es que mi
niño me acompañe hasta la muerte, y no porque tenga miedo a hacerme viejo, ni
llevar a cuestas el peso de la experiencia y la apariencia física, sino,
sencillamente, porque así me siento entero, con el anverso y el reverso de mi
vida y de mi tiempo.
Ser
viejo en lo físico no es lo mismo que ser viejo en lo psíquico. Einstein, por
ejemplo, tenía el pelo blanco, pero era un niño por dentro; era sabio, pero
tenía el corazón y la imaginación de un genio de quince años, aunque a la edad
de los 25 se situó en la cúspide de los titanes del pensamiento humano, como
Copérnico o Newton, tras descubrir la relatividad del tiempo, de nuestro
tiempo. Por lo tanto, debo constatar que no soy el único adulto que posee alma
de niño, sino un adulto más en quien perdura el peso de la infancia, con una
pureza similar a la leche de la bondad humana.
Si
todavía no se pusieron a pensar, valga recordarles que las obras de los poetas,
músicos, pintores y científicos, nacen del juego de ese niño eterno que se
esconde dentro de ellos; de ese niño que nunca pierde la capacidad de entusiasmarse,
preguntarse, reinventarse o maravillarse. De no estar presente ese niño
juguetón en cada artista, en cada uno de nosotros, sería más grave la vida y
menos llevadera la existencia. Por suerte, la fantasía de un niño se prolonga
hasta la muerte, aunque algunos lo desconozcan por temor a perder su autoridad
de adultos o porque, sujetos a las normas lógicas y racionales de su entorno,
se avergüenzan de sus fantasías, como si fuesen propias del infantilismo pueril
e impropio de la edad adulta.
Sigmund
Freud, en su estudio sobre el poeta y la fantasía, se preguntaba: “¿No
habremos de buscar ya en el niño las primeras huellas de la actividad poética?”.
Sin duda, la preocupación favorita e intensa del niño es el juego, actividad
lúdica a través de la cual se conduce como un poeta, creándose un mundo propio
o, más exactamente, situando las cosas de su mundo en un orden nuevo, grato
para él. “El poeta hace lo mismo que el niño que juega -dice el
padre del psicoanálisis-: crea un mundo fantástico y lo toma muy en
serio; esto es, se siente íntimamente ligado a él, aunque sin dejar de
diferenciarlo resueltamente de la realidad”. Incluso el hombre que
cree haber dejado de ser niño y haber dejado de jugar, no hace más que
prescindir de todo apoyo en objetos reales y, en lugar de jugar, fantasea. Hace
castillos en el aire; crea aquello que denominamos ensueños o sueños diurnos,
aunque a veces se avergüenza y oculta sus fantasías ante los demás. Con todo,
si el poeta, al igual que el niño, es un hombre que sueña despierto, entonces
la poesía, como el sueño diurno, es la continuación y el sustituto de los
juegos infantiles, así como los instintos insatisfechos son la fuerza
impulsora de las fantasías, y cada fantasía es una satisfacción de deseos, una
rectificación de la realidad insatisfecha.
Sin la fantasía no seríamos
lo que somos ni tendríamos lo que tenemos. La actividad de la fantasía se expresa
en la creación artística. Gracias al poder de la fantasía, incubada desde la
infancia y mimada hasta la muerte, se han creado los instrumentos de los cuales
disponemos en la actualidad. Sin la fantasía no hubiera existido un Leonardo da
Vinci ni un Julio Verne, ese científico apresurado que, en su vida y en su
obra, fue un niño-viejo, como lo fue Jonathan Swift en los “Viajes de
Gulliver”, J.R.R.Tolkien en la fantástica epopeya de “El señor de los
anillos”, Lewis Carroll en “Alicia en el país de las maravillas”, los
hermanos Grimm en sus cuentos de hadas,Hans Christian Andersen en sus cuentos
fantásticos y J.K. Rowling en las aventuras de Harry
Potter. También Michael Ende -otro de mis escritores favoritos- reivindicó
la infancia como la etapa más noble del ser humano, una etapa mágica en la que
todo es posible, incluso escribir la “Historia interminable”, una larga
correría por la fantasía, sin saber luego cómo salir de ella para retornar a la
realidad externa, donde muchos viven atrapados en las redes de un mundo lógico
y enteramente racional. Él mismo, con su aspecto de científico bueno y la pipa
en los labios, manifestó: “Desde la escuela han hecho sentirme diferente,
éste es un mundo en el que no se ama a los soñadores. Pero, por otra parte,
nunca creí que los otros fueran como se comportaban. Siempre he pensado que en
el fondo, los otros son como yo, sólo que no lo saben”. Otro niño-viejo fue
James M. Barrie, el periodista escocés y aspirante a escritor, quien creó un
personaje universal llamado Peter Pan, el niño eterno que se negó a
crecer.
Sin
embargo, así como los adultos se empeñan en hacerse mayores y en esconder el Peter
Pan que los habita, yo me empeñé, como les iba contando, en estrangular al
niño que llevo en mi interior, sin entender que él también tenía derecho a
vivir como el adulto que intentó desalojarlo. Pero fue una misión imposible,
porque el niño que me habita se armó de coraje y, al igual que Peter Pan -el
pequeño gran héroe que podía volar como un pájaro y resistir los embates del
temible capitán Hook-, decidió enfrentarse a mi ser adulto y defender el lugar
que le corresponde en mi vida.
Desde
entonces me ha sido más fácil identificarme con los personajes del maravilloso
mundo de la literatura infantil y juvenil, con “Pulgarcito” de Charles
Perrault, “El Principito” de Antoine de Saint-Exupéry, “Nalle
Puh” de Alan Alexander Milne y “Pippi Calzaslargas” de
Astrid Lindgren, cuyas aventuras de desobediencia y desacato a la autoridad de
los adultos me fascinan de manera especial, puesto que la picardía del
Lazarillo de Tormes, la ternura de Mary Poppins y las aventuras de Peter
Pan, son elementos integrantes de la fantasía tanto de los niños como de
los adultos, así éstos últimos se nieguen a reconocerlo porque han olvidado su
infancia o porque se hacen de ella una idea casi artificial, como cuando se
niega obstinadamente la conocida frase de Nietzsche: ”En aquel hombre hay
oculto un niño que quiere jugar”.
Ya
dije que, por mucho tiempo, negué al niño que habita en mí. Es decir, había
domesticado y reprimido mi fantasía, había supeditado mi mundo interior al
exterior, hasta que un día, por esos azares que no se pueden explicar, lo
fantástico encontró la manera de vengarse y de emerger, como ese actor
frustrado que por mucho tiempo permaneció maniatado en las catacumbas del
subconsciente. De ese desfogue nació el escritor que me tomó la delantera,
consciente de que uno de los grandes filones de la literatura es la historia
protagonizada por las niñas y los niños insatisfechos, quienes buscan refugio
en la fantasía para escapar de una realidad insoportable o, simple y
llanamente, aburrida y desastrosa. Quizás por eso, los niños de mis cuentos
suelen ser imaginativos y solitarios, que a veces hablan poco y lloran sus
penas en secreto, niños que viven una doble vida: la cotidiana y la de su
propio mundo fantástico.
Ahora
bien, para quienes en el silencio, y a estas alturas de mi intervención, se
estén preguntando cuáles son los libros de literatura infantil que escribí a lo
largo de mi vida, la respuesta es única y concluyente: no escribo libros para
los niños ni las niñas, sino ensayos sobre la literatura infantil, por la
sencilla razón de que a los niños, en estos vericuetos de la literatura, no se
les puede meter gato por liebre. Por eso mismo admiro a quienes, entre borbotones
de ternura y deslumbrante ingenio, dedican todo su tiempo y talento a escribir
con la pasión del alma libros destinados a los pequeños lectores, sin más
pretensiones que crear obras hechas de encantos y espantos, luego de haberse
zambullido en los pensamientos y sentimientos de sus protagonistas, en sus
conflictos emocionales, en sus actividades lúdicas y, sobre todo, en su
lenguaje, que es el eslabón más importante de la moderna literatura infantil y
juvenil.
Ahora
que he retornado a esta hermosa tierra que me vio nacer, después de más de
treinta años de ausencia, me empaparé de su realidad desmesurada y
contradictoria, en un intento por seguir las huellas de nuestros precursores
como Óscar Alfaro, Hugo Molina Viaña, Yolanda Bedregal, Beatriz Shulze Arana,
Rosa Fernández de Carrasco, Gastón Suárez, Paz Nery Nava, Elda de Cárdenas,
Alberto Guerra Gutiérrez y Antonio Paredes-Candia, para luego descubrir y
redescubrir la obra del medio centenar de escritoras y escritores que están
registrados en la Academia, donde algunos, con más bríos que otros, brillan con
luz propia en la constelación de una de las literaturas que mejor estimula el
hábito de la lectura en quienes mañana serán los grandes lectores de la gran
literatura universal.
Y
para terminar este mi cuento, sólo cabe manifestarles que me siento muy, pero
muy feliz de ingresar como miembro honorario a la Academia Boliviana de
Literatura Infantil y Juvenil, una institución forjada por personas honorables,
que se dedican a cultivar el noble oficio de las letras, en medio de un grupo
selecto de colegas que, a partir de este memorable acto, vivirán para siempre
en el corazón humilde de este escritor que, ande por donde ande, jamás dejará
de ser un niño boliviano.